¿Alguna vez has pensado por qué tuviste hijos?
¿La vida de mamá se parece a lo que esperabas cuando supiste que estabas embarazada?
Normalmente tenemos hijos porque es lo que nos toca en la vida o para que nos cuiden en el futuro, o porque son adorables... o talvez ni siquiera escogimos tenerlos. Y un día despertamos y estamos esclavizados a ellos. Vienen con su personalidad y sus sueños y sentimos que nos estorban para lograr los nuestros: talvez esperábamos salir a desayunar con una amiga y el bebé se enferma; talvez esperábamos viajar y la cuota del colegio se come nuestra posibilidad de ahorrar; talvez esperábamos comprar los víveres en 45 minutos y hora y media después, seguimos parados en la mitad del supermercado negociando para evitar un berrinche. Esto nos hace perder el control de nuestra vida. Sentimos que se lo estamos cediendo a una criatura que apenas puede caminar y hablar. Y eso no puede ser. Estamos perdiendo la batalla. Necesitamos recuperar el control.
Este es el momento en el que descubrimos que los golpes y los castigos sí funcionan. Vienen en muchas versiones con diferente grado de amabilidad. Así que hacemos nuestra propia versión de condicionamiento y lo ponemos a trabajar. Esto ayuda un poco. Al menos momentáneamente, nos devuelve la sensación de control y nos ayuda a respirar. Esto, hasta que el niño crece. Ahora sabe manipularme y chantajearme tan bien, como yo a él. Ahora pega y muerde cuando la frustración se sale de su control. Ahora me mira y puedo ver en sus ojos que me tiene miedo. Tiene que haber otra forma de hacer esto. ¿Acaso debemos escoger entre ceder el control y controlar todo? ¿Dónde queda nuestra paz y nuestra libertad?
Seamos honestas: ninguna de nosotras tiene la varita mágica ni la habilidad especial para entrar al cerebro de nuestros hijos y lograr que se comporten como queremos o que tomen las decisiones que nosotras tomaríamos. La realidad es que podemos enseñarles, aconsejarlos, guiarlos... pero lo que hagan con su vida, queda fuera de nuestro control.